Juana la loca celebrando vigilia sobre el féretro de su difunto esposo, Felipe el Hermoso. Pintura de Francisco Pradilla Ortiz, 1877
Había una vez en España una princesa muy bella, hija de unos reyes cristianos que luchaban contra los moros para unificar su reino, que se caso con el más hermoso príncipe europeo... No, la historia de aquella princesa no fue un cuento de hadas. La princesa era Juana, nacida en 1479, la tercera hija de los Reyes Católicos, Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla. Lo único real es que se enamoro perdidamente de un príncipe flamenco, Felipe, de la casa de Habsburgo, conde de Flandes, Luxemburgo y Borgoña, entre otros títulos que heredaría, quien fue inmortalizado por la historia como Felipe el Hermoso.
La boda de cuentos de hadas de Juana y Felipe el Hermoso tuvo lugar el 20 de octubre de 1496 en Lier, una ciudad en Flandes (actual Bélgica). La unión fue un enlace político destinado a reforzar la alianza entre España y la Casa de Austria, y expandir su influencia en Europa.
El encuentro entre Juana y Felipe fue apasionado. Se dice que Juana se enamoró de Felipe al ver su retrato antes de su encuentro y que, al conocerse, ambos se sintieron atraídos de inmediato. La ceremonia de la boda fue un evento lleno de pompa y boato, con numerosos invitados reales y de la nobleza europea.
Desafortunadamente, el amor inicial que Felipe exteriorizaba por Juana no fue el cuento de hadas que todos esperaban. A pesar de que la pareja tuvo seis hijos, el matrimonio se vio afectado por las infidelidades de Felipe y la creciente enemistad política entre los reyes católicos y los Austria. Juana, al enfrentarse a la traición de su esposo, comenzó a sufrir de celos extremos y a mostrar síntomas de inestabilidad emocional.
Después de la muerte de sus hermanos mayores, Juan e Isabel, y del hijo de esta, el infante portugués Miguel de Paz, Juana paso a ser la primera en la línea de sucesión del reino de Castilla, que junto con el de Aragón serían los reinos de los cual surgiría la España moderna. Si bien Isabel I en vida reconoció a su hija Juana heredera del reino de Castilla, por derecho natural de sucesión, siguiendo el consejo, quizás del mismo Fernando II, su esposo, dejo establecido que el esposo de Juana, Felipe el Hermoso solo sería reconocido como rey consorte, sin derecho a gobernar el reino.
Al mismo tiempo la reina dejo en claro que en caso de que Juana fuera incapaz de gobernar el reino, Fernando II gobernaría hasta que el hijo mayor de Juana y Felipe, Carlos, alcanzara la mayoría de edad necesaria para gobernar.
Sin proponérselo la madre de Juana había condenado a su hija a vivir sometida y cautiva de por vida, primero de su esposo, de su padre y luego de su hijo Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.
Felipe el Hermoso, en busca de alcanzar el control total del reino de Castilla, esparció el rumor de que su esposa era inestable e incapaz de gobernar solicitando a las Cortes de Valladolid declarar su incapacidad para gobernar el reino. Sin embargo, las Cortes de Valladolid se negaron a declarar su incapacidad. La razón principal por la que las Cortes de Valladolid no reconocieron la locura de Juana fue la falta de pruebas convincentes de su incapacidad mental. A pesar de los rumores y las historias acerca de su comportamiento errático, las Cortes no encontraron suficiente evidencia para justificar la remoción de la reina de su trono. Además, la negativa de las Cortes a declararla incapaz puede haber sido influenciada por el deseo de proteger la soberanía de Castilla. Declarar a Juana incapaz habría permitido a su padre, Fernando, rey de Aragón, o a su esposo, Felipe, un Habsburgo, a tomar el control de Castilla, lo que podría haber llevado a la pérdida de la independencia del reino frente a dos familias reales extranjeras.
A pesar de esto, la reputación de Juana como la mujer que perdió la cordura por amor ha perdurado durante siglos. El lado oculto de esta historia es que su padre, Fernando II, buscaba mantener el control de Castilla, y seguir con su proyecto de unificar los reinos de Castilla y Aragón, mientras que Felipe su esposo, quería convertirse en rey de Castilla. Para ambos declarar a Juana como loca era solo un peldaño más en su ascenso al poder.
Sin embargo, este juego de tronos entre Felipe el Hermoso y Fernando II de Aragón, tuvo un desenlace sorpresivo, o sospechoso, Felipe murió repentinamente en 1506 en Burgos, tenía 28 años de edad. Muchos hasta el día de hoy consideran que el suegro mato al yerno, impidiendo con su muerte que Felipe gobernara por completo Castilla, y él continuara como regente.
El funeral de Felipe tuvo lugar en Burgos, donde su cuerpo fue embalsamado y colocado en un ataúd de plomo, siendo sepultado en la Cartuja de Miraflores, a pocos kilómetros de Burgos. Al poco tiempo, su cadáver fue exhumado y trasladado en un carruaje, en una rocambolesca peregrinación, por medio España. En cada pueblo por los que se cruzaban, los nobles y el clero debía velar el cuerpo de su amado Felipe. Algunos testigos aseguran que Juana abrió el ataúd en muchas ocasiones para contemplar el rostro de su difunto esposo y asegurarse de que nadie lo había profanado. Otros testimonios aseveran que la reina besaba el cadáver de su amado.
Este viaje errante del cadáver de Felipe el Hermoso duró varios meses, es el episodio más extraño y macabro en la vida de Juana la Loca. Su obsesión con el cuerpo de su esposo y su negativa a permitir su entierro definitivo fueron utilizadas por sus enemigos políticos para cimentar su reputación de reina enloquecida por el amor y el duelo. Fernando II interrumpe aquel viaje macabro, trasladando por la fuerza a la reina a Tordesillas, a un castillo prisión, y deposita el cadáver de su yerno en el convento Santa Clara de Tordesillas, donde permaneció hasta 1525, cuando Carlos I, hijo de Felipe y Juana, lo sepulto en la capilla real de Granada.
Pero, ¿realmente Juana la Loca era una loca? Investigaciones recientes han llevado a los historiadores a reevaluar su historia, sugiriendo que sus problemas de salud mental pueden haber sido exagerados deliberadamente o incluso inventados por su familia cercana para impedir que gobierne Castilla, y posteriormente, a la muerte de su padre, los reinos que comprenderían la España moderna.
Sin duda la vida de Juana estuvo signada por la tragedia, y la ambición de su familia. Su padre la hizo encarcelar en el Castillo de Tordesillas para mantener la regencia de Castilla. Más tarde, cuando su hijo, a la muerte de Fernando II, llega a la península, en busca de ser reconocido por las cortes como rey de Castilla y Aragón, los nobles se niegan a reconocerlo como único rey, manteniendo a Juana como reina. Este hecho sentencia la suerte de Juana, la condenada a seguir siendo una prisionera real, esta vez de su hijo, en Tordesillas, hasta su muerte en 1555.
Juana vivió toda su vida bajo la dominación de su familia, resguardada en un castillo, con todas las comodidades, pero prisionera. Su único consuelo fue permanecer con su última hija, Catalina, nacida al poco tiempo de morir Felipe el Hermoso, en aquella reclusión. No por mucho tiempo, al cumplir Catalina los 18 años fue separada de su madre, su hermano, ya rey absoluto de España, concertó su matrimonio con Juan III de Portugal, en 1525, dejando a Juana hasta su muerte sola.
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