Mi nombre es Gabriel Zapata. Yo solo quería salir adelante en la vida. Hacer las cosas bien. Ir por el camino correcto. Sin hacer mal a nadie. Nací en un hogar donde había carencias, donde mis padres trabajaron duro para darme lo que ellos no tuvieron, una oportunidad para lograr una profesión universitaria. Recuerdo los ojos de mi madre brillar de emoción cuando me vio lanzar a los aires mi sombrero de graduación junto a mis compañeros de promoción. Era la esperanza de su vida. Yo me propuse no defraudarla. Daría todo de mi para hacerla sentir orgullosa. Allí a mi lado estaba también una persona muy especial. Alexandra, mi primer amor. A quien conocí en el colegio y con la cual me enamoré. Juntos descubrimos, siendo adolescentes, el nacimiento de la ilusión, el sentir amar y ser amado, las alegrías y lágrimas que traen consigo la historia de una relación.
Pero triunfar en la vida se hace cada vez más difícil, el mundo es un lugar hostil, hay pocas oportunidades para los jóvenes. La competencia es brutal y deshumanizada. La sobrepoblación hace que cada vez valgamos menos en el mercado. Lima es una jungla donde todos se devoran por dinero. La ciudad se mueve desesperada, frenética, como queriendo huir del abismo de no ser nadie, de ser un fracasado en la vida. Donde el que tiene mira por encima del hombro al que no tiene. Donde el que puede goza y el que no puede, envidia.
Había que hacer lo posible. Alcanzar un sueño es un desafío y cuesta mucho sacrificio. Ingresar a la universidad seria mi primer objetivo. Pero para eso debía costear estudios en una academia. Por eso entré al McDonald's. Parecía la esperanza de un progreso. Un sueldo que me alcanzaría para pagar mis estudios. Había que laborar 12 horas, de noche y madrugada. Bueno, era el precio que había que soportar. Mi trabajo era multifuncional. Como la mayoría de negocios de comida rápida. Atender al público, preparar la comida, cobrar en caja, hacer limpieza de baños y pisos de tienda. Era cansado. Pero creí que era normal. No supuse que me estaban explotando, que en realidad era un esclavo. Alexandra logró entrar a la misma empresa y tuvimos la suerte de trabajar juntos. Quien sabe, tal vez era el destino que estuviésemos siempre unidos.
Por todas partes de nuestro centro laboral los dueños publicaron avisos de motivación: "Juntos somos el mejor equipo", "Este es el mejor lugar para trabajar", "Hacer lo correcto te abrirá nuevas puertas", "¿Quiénes somos? ¡Colaboradores! ¿Y que brindamos? ¡Servicio de calidad!". Por los corredores de trastienda se colocaba la foto del empleado del mes, aquel que nunca llegó tarde, nunca faltó, hizo horas extras y nunca tuvo problemas ni quejas de los clientes. El mensaje era claro, había que ser igual a ellos. Trabajar calladito, sin criticar, sin morder la mano que te da de comer. Nuestro supervisor nos conminaba a ser pasivos, a callar si un cliente te gritaba. A ser estoico. Tragarte la ira si te maltratan psicológicamente. Porque el cliente siempre ha de tener la razón. Y como él deja dinero para la empresa, no se le puede perder. Es preferible perder al trabajador que al cliente. La ley avala este sistema, supongo que todo estaba bien.
Caminaba rumbo a mi sueño. Luchaba por progresar. Ser alguien en la vida parecía una meta alcanzable. Pero el domingo en la madrugada algo pasó. Estuvimos con Alexandra laborando sin parar. Faltaban pocas horas para irnos a nuestra casa. Como estábamos en campaña navideña no nos daban descanso. Solo faltaba baldear el área. Pero se olvidaron de darnos los implementos de seguridad, no teníamos guantes ni botas. No creímos que hubiera peligro. Ella se disponía a trapear por debajo de la máquina expendedora de gaseosas. No se daba cuenta de que cables pelados estaban al ras del suelo y que hicieron contacto con el agua que acababa de echar. Entonces la oí gritar. Un grito desgarrador. Nervioso, desesperado fui a ayudarla, a sacarla de ahí. Entonces recibí una descarga de electricidad que paralizó mi corazón. Ya no recuerdo más. Todo se desvaneció.
Ahora me doy cuenta que mi vida no le importaba a McDonald's. Que ellos no me veían como una persona, sino como una máquina de trabajo. Que lo único que les importa es que el área esté cubierta con la mano de obra, que se cumplan las obligaciones, sea como sea, sea quien sea, yo u otro jovencito. Que si uno de nosotros quedaba inhabilitado seriamos una carga, un peso molesto. No les interesaba nuestro bienestar, nuestros sueños. Éramos moneda de cambio, material desechable, baterías que se usan y se botan. No teníamos rostro ni nombre. Solo un número. Por eso nos dejaron horas tirados en el piso. Sin avisar a nuestras familias.
McDonald's nos explotó, nos devoró, nos consumió y nos mató. Luego querrán lavarse las manos, luego nos echarán la culpa a nosotros que ya no podemos defendernos. Al final como siempre, no pasará nada, porque en el Perú nunca pasa nada, sigue la informalidad, los intereses, el arreglo bajo la mesa. No hay culpables visibles. Somos noticia de momento que luego pasará de moda por las novedades de la farándula y las infidelidades de los futbolistas.
Mañana todo seguirá igual. Seguirán miles de jóvenes acudiendo a esos socavones de cemento para desangrar sus mejores años de vida. Seguirán entregándose sin remedio a las bocas de esos monstruos millonarios, esas empresas trituradoras de imberbes. Obligados a trabajar en silencio 12, 14, 15 horas. Y que te dicen que, si no te gusta, te puedes retirar, porque hay una fila de 10 personas esperando tomar tu puesto si te cansas.
Mis sueños no pudieron realizarse. Se truncaron. Mis padres tendrán que enterrarme. Todo terminó. Nunca podré dar a mi madre el orgullo de ser un profesional. McDonald's me robó la juventud, la esperanza, la vida... Me siento como un niño que llora atrapado sin salida en la oscuridad. Tengo que irme de este mundo apenas a los 19 años.